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El volcán Reventador: ‘Guardián del Dorado’

Es quizás uno de los volcanes ecuatorianos de los cuales menos se conoce su historia. Se ubica aproximadamente a 90 kilómetros de Quito y a 53 de Baeza, entre las provincias de Napo y Sucumbíos. Tiene una altitud de aproximadamente 3 600 metros y un diámetro de 17 kilómetros y es una de las elevaciones más activas del arco volcánico ecuatoriano; es, a su vez, uno de los más alejados de su fosa magmática. Está emplazado en la zona subandina, la cual es producto de fallas de cabalgamiento que permitieron el paso del magma, dando lugar a la formación de otros volcanes como el Sumaco, el Yanayacu y el Pan de Azúcar. Este complejo volcánico está compuesto por dos edificios: uno antiguo que ha sufrido dos colapsos sectoriales que han dejado un gran escarpe de deslizamiento; y el cono actual que ha crecido dentro del anfiteatro dejado por dichos deslizamientos. Las lavas de la cúspide son andesitas y andesitas basálticas. El cono tiene forma alargada hacia el este, con pendientes de hasta 34° (Instituto Geofísico de la Escuela Politécnica Nacional, informe del 30 de octubre del 2017). El volcán se encuentra en una zona geológicamente muy compleja de los Andes ecuatorianos, ya que en ella se producen grandes movimientos tectónicos compresivos debido a la convergencia intercontinental entre la cordillera mal llamada Oriental y la plataforma amazónica, lo que produce continuas erupciones. La historia de este volcán es poco conocida debido a su remota ubicación, a su inaccesibilidad y a las persistentes malas condiciones climáticas que impiden observaciones visuales directas. Sin embargo, se estima que el volcán ha tenido al menos 17 erupciones entre 1541 y la actualidad. Los períodos eruptivos confirmados previo al que se inició en 2002, son: 1898-1912, 1926-1929, 1944, 1959-1960, 1972-1974, 1976 y ahora 2017 (Ibid. EPN). Desde el punto de vista geológico, la existencia del volcán Reventador se conoció luego de la expedición del norteamericano J.H. Sinclair en 1929, gracias a la cual se pudo definir su ubicación comprendida entre los ríos Coca, Salado y Dué. En cuanto a los relatos de las erupciones, estos fueron realizados por los vulcanólogos Hantke y Parodi en 1966 y Hall en 1977. (Bernards, Michael, ‘Los volcanes andinos’, México, Edic. científicas, 2005, p. 16). Coincidiendo con los datos de la EPN, las primeras noticias históricas sobre el Reventador las debemos a los informes de Gonzalo Pizarro en 1541, quien en busca del famoso Dorado penetró a los territorios de la región oriental y fue sorprendido por un terremoto muy fuerte. “Tembló la tierra bravísimamente (…) la tierra se abrió en muchos lugares formando grietas profundas y al mismo tiempo se descargó una tempestad terrible con rayos y truenos. (…) (Teodoro Wolf, ‘Crónica de los fenómenos volcánicos y terremotos en el Ecuador’, Quito, Imprenta de la Universidad Central, 1904, p. 29. Biblioteca histórica UCE). Desde la perspectiva antropológica, el padre Pedro Porras señala que “en tiempos de la gentilidad” el Reventador era considerado un dios por los habitantes de Quijos y su comarca. “Los principales curacas y shamanes hacían largas caminatas hacia el misterioso cerro que pasaba todo el tiempo nublado, llevándole como ofrenda plumas de aves, oro, vistosas prendas de algodón y otros objetos que consideraban eran del agrado del espíritu de la montaña a la que llamaban Charki, que en su lengua podía entenderse como “grito espantoso(…) tenían la idea de que si no se le rendía culto, su furia era poderosa y se expresaba en temblores y erupciones que acababan con la vida de los pocos habitantes de la comarca, razón por la que cada veinte lunas, hacían estas visitas cuya travesía duraba generalmente un mes…” (Pedro Porras, Los Quijos, (inédita) Archivo de la Misión Josefina en Ecuador, p. 35). Otra versión sobre la actividad del citado volcán la debemos a fray Miguel de Olmos, religioso franciscano que en 1587 fue enviado “para evangelizar a los habitantes de las selvas llamadas de Quijos”, todo esto luego de la expedición fracasada de Pizarro, quien retornó a Quito “en los primeros días de junio de 1543,(…) más de dos años después de su salida de la ciudad; y de los trescientos expedicionarios que fueron con Gonzalo, volvían solo ochenta, pues habían perecido como doscientos…” (González Suárez, ‘Historia del Ecuador’, T.I, Quito, CCE, 1969, p. 1142). El padre Olmos refiere: “Salí de Quito, apenas acompañado con un hermano lego y cinco indios guías de la región de Papallacta. Iba a visitar al cacique Otawi, que había sido convertido por el padre Francisco de Carvajal, religioso dominico, que acompañó a Pizarro en su viaje buscando oro en la región selvática del Oriente. Luego de ocho días llegué al villorrio llamado Cuyuja, en donde me esperó una comitiva enviada por Otawi. Allí me sorprendió una terrible tempestad que duró cerca de cuatro días, acompañada de permanentes movimientos de tierra que producían verdadero pavor, sobre todo a mi hermano lego, quien desesperado clamaba regresar a Quito. (…) Los naturales tomaban las cosas con calma, pero al cuarto día la tierra tembló más fuerte y los indios comenzaron a buscar flores aromáticas y maderas de olor que emanaba un agradable fragancia parecida al incienso para hacer pequeñas fogatas, las cuales fueron encendidas a pesar de la humedad (….) gritaban con toda su fuerza pidiendo al espíritu del cerro se calmara, avisando que mi presencia no era mala como la de los barbudos que habían venido antes (…) Al quinto día, el cielo amaneció claro y con un sol radiante, ante lo cual los indios presurosos buscaron nuevas ramas para hacer ofrendas y agradecer al chaquicito, nombre con el cual identificaban al enorme cerro que se veía a lo lejos, a quien consideraban como su dios, agradeciéndole por haberles escuchado. (…) En el camino me decían que es el guardián de su tierra y que cuando llegaron los blancos se enojó mucho por cuanto sabía de su ambición por el oro, razón por la que equivocadamente le conocían como el región del dorado ….” (Fr. Miguel de Aguilar, ofm. ‘Relatos de misioneros franciscanos del siglo XVI’, Madrid, 1860, s/e, p. 92, BAEP). Las versiones de que los espíritus de los cerros cuidan a los hombres son continuas entre las tradiciones ancestrales de nuestros pueblos, razón por la que “ellos premian o castigan las acciones de los habitantes, procurando que todos tengan una vida ordenada y honrada, sobre todo respetando a la madre naturaleza. Cuando eso no sucede, se enojan y demuestran su poder ante los atrevidos gestos del ser humano que no aprende la lección de vivir en armonía con sus semejantes; no abusar de los débiles y trabajar honradamente por el bienestar de todos. Cuando eso ocurre, los cerros están tranquilos y no demuestran su enojo; caso contrario, se enfurecen…” (Miguel Tatamuez, cacique de Mialmaquer, vereda del municipio de Ipiales-Colombia. III Encuentro de Antropología Social de la Frontera, Ipiales, febrero del 2001). *Investigador histórico. Ph.D. en Antropología. Autor de varios libros de historia nacional. El Reventador Mientras examinábamos la región que se extendía hacia el norte y el oeste, los indios derribaron un monarca de la selva, a nuestra izquierda, el cual arrastró consigo varios otros árboles alrededor por la pendiente, y oímos el grito de “EL VOLCÁN”. Volviéndonos, vimos, a cerca de 6 millas (9 656 km) al sudeste, una montaña aislada formada por cierto número de picos agudos y dentelados, de los cuales el más alto se levantaba a una altura de más de 5 300 pies (1 615 m) sobre el nivel del mar. Este y otro pico cónico situado a pocas millas al sur, eran los únicos que rompían la monotonía del ondulado bosque en toda la región que se extendía ante nosotros desde la base del Cayambe hasta los Andes al o este y sudoeste de Baeza. Este rasgo topográfico distintivo, tan poco relacionado con la fisiografía general de sus alrededores, sobre los cuales se alzaba más de 1 000 pies (304,80 m), coincidía con la posición del centro eruptivo que habíamos localizado, aproximadamente, mediante rumbos tomados en Quito y Baeza. En cuanto podía determinarse, sin estar en su cúspide y observando el cráter, del cual, probablemente, esos picos eran las murallas rotas, este debía ser el volcán “Reventador”, cuya explosión había llenado de ceniza el cielo del Ecuador durante los meses de marzo y abril de 1926. Pero, por corta que fuese la distancia que nos separaba del volcán, había ante nosotros un cañón de más de 2 000 pies (609,60 m) de profundidad, con peñascos muy difíciles de escalar, y con un río, de cerca de 150 pies (45,72 m), de ancho, en el fondo de ese cañón; el río estaba lleno de raudales y hubiera podido cruzarse solo por alguna clase de puente suspendido. Aún si hubiéramos dispuesto del material necesario para realizar tal empresa, habría sido preciso conducir la expedición cierto número de millas corriente arriba en busca de un paso. Además, nuestros indios carecían de víveres y empezaban a enfermarse, y nosotros estábamos intranquilos respecto de las condiciones en que podía encontrarse nuestro campamento de base. Claramente lo más aconsejado era regresar. Tomado esta decisión, retornamos con toda rapidez, deslizándonos hacia debajo de los peñascales hasta el río. Medio nadando en las aguas que subían y medio contorneando los peñascos y ascendiendo al bosque, llegamos, al mediodía del 22 de diciembre, al campamento principal establecido el 18 y 19 de diciembre. Otra vez el grito “El Volcán”. Mirando exactamente al oeste, sobre el río, vimos los dentelados picos de “EL REVENTADOR”, irguiéndose cerca y con claridad en un momento favorable entre el ascenso y descenso de la niebla siempre presente, demasiado corto, sin embargo, para permitir tomar una fotografía.

fuente: Diario EL COMERCIO

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